Paga el diablo, desde un título de película hasta un aforismo moral: Bruno es más astuto que sir Alfred y pondrá al único espectador de su historia al borde del abismo; o decir del abismo supone otro incordio moral. Le sitúa al borde de los deseos satisfechos. Bruno, como buen diablo, es lúdico pero no tanto como el Lubitsch y sabe como extender los meridianos y paralelos que clasifican el cerebro de su víctima.
Farley Granger - ¡con permiso de Samuel Goldwyn! – oye todos los cantos provocativos del mundo, pero a diferencia de Ulises no se ata al palo mayor de la nave, sino que se sienta en el vagón restaurante donde oirá secretamente complacido los últimos detalles de la operación comercial. Ruth Roman no es un premio tan apetecible como Kim Novak o Grace Kelly pero aparece rodeada por el halo santificador de la fortuna. Literariamente resulta excesivo a cambio del alma de Samuel Goldwyn, pero el gran Bruno-Robert Walker tenía el defecto de la caballerosidad y la honradez en un mundo poblado por el traidor Granger y la mediocre Ruth Roman. De ellos no podía esperar otra cosa que el arrepentimiento impío de sus ambiciones.
Las garitas de feria y los pianos de vapor acompañarán irónicamente los últimos momentos de aquél que quiso cobrar la factura de la perversidad no asumida. Buen negocio para el héroe porque cuando el organillo de vapor – que acompañó siempre al hombre en las tinieblas – cese sus sones, el diablo habrá pagado para siempre. Se anunciará en tercer lugar del reparto y poca gente lo recordará. Hitchcock lo resucitará sucesivamente en otros films de forma siempre distinta, pero el diablo de “Extraños en un tren” jamás volverá. Robert Walker aprendió su papel y su suicidio final, ya lejos de Perla Chávez y de miss Judy Garland, pudo proyectar una sombra inmortal sobre tres mil metros de celuloide que proporcionaron inquietud entre aquellos que acertaron a adivinar que la propuesta de Bruno estaba tan lejos de una hermosa utopía y tan cerca como los sueños del corazón.
Habrá quedado claro hasta aquí que el protagonista de “Extraños en un tren” no es otro que el mismísimo diablo.
El paso del tiempo, no obstante, no ha sido generoso con esta buena película de Hitchcock. Aunque en ella se den cita secuencias tan excelentes como el partido de tenis en el que todos los espectadores siguen el recorrido de la bola, excepto Bruno que mira fijamente a la cámara. O el tiovivo desbocado que precipita el desenlace, o el asesinato de la novia no deseada por Granger. Y es que Hitchcock siempre fue un buen chico cuyo principal objetivo era la taquilla. Y para eso hacía falta un “happy end”.
Años más tarde de ver la película más de una vez, leí el libro original de la magnífica Patricia Highsmith en que basaba el film (de hecho su primera novela, Ripley aún aguardaría unos años su turno). Y, ¡caramba!, Hollywood ha traicionado y desvirtuado muchas buenas novelas (y ha mejorado otras mediocres, sin ir más lejos “Lo que el viento se llevó”), pero cambiar no solo el final sino la propia idiosincrasia de los personajes no me parece en este caso de recibo. Al grano: en Highsmith el individuo que interpreta (es un decir) Farley Granger no traiciona a Bruno sino que cumple moralmente con el pacto gestado en el tren (intercambio de asesinatos). Luego no hay un diablo sino dos y la moral se va al carajo.
Conlusión: como casi siempre en Hitchcock su supuesta perversidad era pura imaginación de su legión incondicional de admiradores. De esos que todavía le consideran el “maestro supremo” de la historia del cine (¿¿¿¿). A día de hoy “Extraños en un tren” es un buen entretenimiento que a nadie inquieta y que ha quedado más obsoleto que los musicales de la Fox, con o sin Carmen Miranda.
Los demonios de don Alfredo fueron en realidad simples aprendices de brujos.
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Paga el diablo, desde un título de película hasta un aforismo moral: Bruno es más astuto que sir Alfred y pondrá al único espectador de su historia al borde del abismo; o decir del abismo supone otro incordio moral. Le sitúa al borde de los deseos satisfechos. Bruno, como buen diablo, es lúdico pero no tanto como el Lubitsch y sabe como extender los meridianos y paralelos que clasifican el cerebro de su víctima.
Farley Granger - ¡con permiso de Samuel Goldwyn! – oye todos los cantos provocativos del mundo, pero a diferencia de Ulises no se ata al palo mayor de la nave, sino que se sienta en el vagón restaurante donde oirá secretamente complacido los últimos detalles de la operación comercial. Ruth Roman no es un premio tan apetecible como Kim Novak o Grace Kelly pero aparece rodeada por el halo santificador de la fortuna. Literariamente resulta excesivo a cambio del alma de Samuel Goldwyn, pero el gran Bruno-Robert Walker tenía el defecto de la caballerosidad y la honradez en un mundo poblado por el traidor Granger y la mediocre Ruth Roman. De ellos no podía esperar otra cosa que el arrepentimiento impío de sus ambiciones.
Las garitas de feria y los pianos de vapor acompañarán irónicamente los últimos momentos de aquél que quiso cobrar la factura de la perversidad no asumida. Buen negocio para el héroe porque cuando el organillo de vapor – que acompañó siempre al hombre en las tinieblas – cese sus sones, el diablo habrá pagado para siempre. Se anunciará en tercer lugar del reparto y poca gente lo recordará. Hitchcock lo resucitará sucesivamente en otros films de forma siempre distinta, pero el diablo de “Extraños en un tren” jamás volverá. Robert Walker aprendió su papel y su suicidio final, ya lejos de Perla Chávez y de miss Judy Garland, pudo proyectar una sombra inmortal sobre tres mil metros de celuloide que proporcionaron inquietud entre aquellos que acertaron a adivinar que la propuesta de Bruno estaba tan lejos de una hermosa utopía y tan cerca como los sueños del corazón.
Habrá quedado claro hasta aquí que el protagonista de “Extraños en un tren” no es otro que el mismísimo diablo.
El paso del tiempo, no obstante, no ha sido generoso con esta buena película de Hitchcock. Aunque en ella se den cita secuencias tan excelentes como el partido de tenis en el que todos los espectadores siguen el recorrido de la bola, excepto Bruno que mira fijamente a la cámara. O el tiovivo desbocado que precipita el desenlace, o el asesinato de la novia no deseada por Granger. Y es que Hitchcock siempre fue un buen chico cuyo principal objetivo era la taquilla. Y para eso hacía falta un “happy end”.
Años más tarde de ver la película más de una vez, leí el libro original de la magnífica Patricia Highsmith en que basaba el film (de hecho su primera novela, Ripley aún aguardaría unos años su turno). Y, ¡caramba!, Hollywood ha traicionado y desvirtuado muchas buenas novelas (y ha mejorado otras mediocres, sin ir más lejos “Lo que el viento se llevó”), pero cambiar no solo el final sino la propia idiosincrasia de los personajes no me parece en este caso de recibo. Al grano: en Highsmith el individuo que interpreta (es un decir) Farley Granger no traiciona a Bruno sino que cumple moralmente con el pacto gestado en el tren (intercambio de asesinatos). Luego no hay un diablo sino dos y la moral se va al carajo.
Conlusión: como casi siempre en Hitchcock su supuesta perversidad era pura imaginación de su legión incondicional de admiradores. De esos que todavía le consideran el “maestro supremo” de la historia del cine (¿¿¿¿). A día de hoy “Extraños en un tren” es un buen entretenimiento que a nadie inquieta y que ha quedado más obsoleto que los musicales de la Fox, con o sin Carmen Miranda.
Los demonios de don Alfredo fueron en realidad simples aprendices de brujos.
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